Las cosas de la madre


Sillón

El sillón de la Madre; ahí está para que todo visitante pueda acercarse a él con cariño y pueda imaginársela, ya anciana, sentada allí días y días esperando. ¿Esperando qué? Esperando la hora. Había vivido muchos años y aguardaba serenamente hasta que Dios quisiera. Los días transcurrían despacio, pero no importaba: rezaba, recordaba los nombres y los rostros de tantas hermanas, de tantas alumnas, de tantas personas… muchas le habían precedido ya en el camino; otras, la visitaban y le pedían que no dejara de rogar por los suyos, por su sufrimiento, por el dolor que la vida lleva consigo y que todos arrastramos; y mientras tanto, esperaba.

A Alberta, desde su sillón, no le costaba imaginarse el nuevo trascurrir de los tiempos, que se iba imponiendo en la sociedad y que nadie iba a poder parar: una vida cada vez más agitada, un mundo cada vez más complicado, unos quehaceres cada vez más apresurados. Ella veía, percibía ese otro tipo de existencia que estaba por llegar. Sería distinto, pensaba, sí; pero habría cosas que no cambiarían: el cariño de los niños, el amor de los padres, la ternura de un anciano, la acogida al otro, la sensibilidad hacia todo lo bello y todo lo creado por el Señor como don, el arte de educar desde el corazón, la escucha serena, una oración sosegada, una mirada profunda a la realidad para descubrir en ella el paso de Dios.

Ante el sillón, gastado por los años, podemos pararnos y orar. Allí transcurrieron sus últimos meses de vida, sus últimos suspiros, sus últimas palabras, sus oraciones continuas y su definitiva entrega en las manos de su Padre Dios.

Ante su sillón admiramos el paso de esta mujer venerable por su forma de vida, por su desgaste diario, por su entrega sin límites, por su profundo amor, por su espíritu abnegado, amable y santo.

¡Madre Alberta, ruega por nosotros!

 


¡Si los bolsos pudieran hablar!

Caminan a nuestro lado en muchos momentos de nuestra vida. En cada uno, se van metiendo, a veces, cuidadosamente, y otras, precipitada y de mala manera, todo aquello que creemos necesitar y no abarcan nuestras manos: pañuelos, un abanico, una agenda, dinero, unas gafas o cualquier objeto de muestra que deseamos reponer.

Los abrimos y cerramos según conveniencia, sin pedirles permiso. Nos acompañan como si fueran personajes mudos que se dan cuenta de todas nuestras presencias e itinerarios que recorremos al salir de casa. Algunas Hermanas antiguas estaban de acuerdo en que este bolso lo usó Doña Alberta hasta 1892 y, quizá, posteriormente.

Por el uso, se aprecia gastado. El diseño, uno de tantos de la época; ¿lo llevó consigo, a la Pureza, aquel 23 de abril de 1870? Es casi seguro que sí, y que ya le acompañara en su vida de matrimonio. Un objeto de la Madre que nos habla de pobreza y sencillez.

 

 

De todos era conocido el especial amor de la Madre a la Virgen de la Pureza, devoción que inculcaba a las alumnas y hermanas, celebrando con entusiasmo sus grandes festividades y organizando actividades en su honor.

“María fue indudablemente el instrumento silencioso y eficaz en la formación que daba Madre Alberta. Asidua en inculcar en las alumnas la devoción a Nuestra Señora, además de las prácticas con las cuales procuraba la obsequiaran, introducía su presencia insensiblemente en su vida. No eran solamente recomendaciones en privado, o explicaciones, las que le servían para inculcarles el amor y devoción a la Virgen: Ella entraba en todos sus actos sin dejarse sentir, pero revelando la propia presencia” (1).

El rosario fue, por muchos años, su oración predilecta.

Don Antonio Sancho, su primer biógrafo, es quien nos ha transmitido este bello testimonio: “Con el rosario en la mano la encontraban las Religiosas que iban a verla. Interrumpía el rezo respetuosamente y atendía a las visitas con suave bondad” (2)

 

1 SCPCS, Summarium Documentorum, 1979, p. 85.
2 SANCHO, A., La Madre Alberta, Palma, 1941, p.267.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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